Abril - Flipbook - Page 35
Nº 23 abril 2025
terminara y, más aún, que la profesara. Mientras Fernando pedía la mano de Elvira a sus padres,
Evaristo y su abuelo se acercaron por primera vez a conocer aquel gran lago azul que parecía no
tener fin, el mar.
Desde antes de la muerte del padre de Fernando, Evaristo ya ejercía de capataz, siempre
con la supervisión de su abuelo, esa era la voluntad del señorito. El abuelo era alto y delgado, su
rictus siempre serio y grave. Cuando daba las órdenes eran secas y sin matices y aquellos ojos
afilados hacían difícil mantenerle la mirada cuando hablaba, aunque quizás sus silencios
comunicaban más que una reprimenda, estremecían y cortaban el aire. En cambio, era justo y
templado en las decisiones, nunca alzaba la voz, ni tuvo miedo de cantarle las verdades a nadie,
incluso a quien le pagaba. Protegía y cuidaba a los que estaban con él, los que sacaban el trabajo
adelante, pero no admitía ni la traición ni las dobleces, en eso era intransigente, e implacable en
el castigo. Él había sido y era el alma de aquel imperio agreste y rústico, él tenía el poder porque
disponía de toda la confianza y el beneplácito del señorito. Cuando Fernando llegó, después del
infausto suceso, le costó confiar y transmitir toda su hacienda a aquellos extraños, pero solo tenía
dos opciones: dejarse llevar o vender como quería su madre. El primer año estuvo lleno de dudas,
de incertidumbres y desconfianzas; el segundo, le dio gracias a Dios por haberle puesto en su
camino aquellos seres, los únicos que podían sacar aquello adelante. Sabiamente dio un paso al
lado para empezar a aprender y a caminar seguro con aquellas dos personas, Evaristo y su abuelo.
Solo le faltaba una cosa, convencer a Elvira.
Un día de septiembre, a los dos años del casamiento de Mercedes y Evaristo, el abuelo no
vio amanecer, ni revolotear los pájaros mañaneros, ni vio ni oyó el arroyo correr, tampoco vio las
mariposas y libélulas juguetear entre la hierba, se durmió plácidamente para no volver a ver nacer
un nuevo día. Lo enterraron como él quería, sin ataúd, sin lapida y en tierra, debajo del aquel nogal
centenario, al lado de la capilla. Fue un duro golpe para Evaristo, su abuelo había ocupado el sitio
de su padre y su madre. Solo heredó de él una casita en el pueblo, su sombrero cañero y lo mejor
de todo, su forma de ser y pensar. El abuelo había sido celoso en su educación, lo quería preparado
para enfrentarse a la batalla de la vida, pues cuando él muriera se quedaría solo, era el último de
su saga. Se había preocupado de que estudiara en el pueblo tres años y después, él y el señorito,
le pusieron un profesor que iba dos días a la semana a la hacienda para que incrementara sus
conocimientos. Todo ello sin dejar de lado el aprendizaje de las labores que le había marcado su
destino, ser capataz de La Polvorilla. El abuelo no había sido una persona cariñosa con él, ni con
nadie, no le salía, pero los dos conectaban y se querían a su modo. Ya no conocería a su bisnieto
que se llamaría como él, Ramón. Recordó que un día, después de despedir a un jornalero, le dijo: