Diciembre 25 - Flipbook - Page 23
Revista cultural año 2025
—No quiero oro ni adornos —repetía Francisco. Solo quiero ver la pobreza en que nació el
Rey del cielo.
Eligieron una gruta natural, en lo alto de un monte cercano. Era un refugio donde los
pastores solían resguardarse de las tormentas. Allí, bajo un cielo cubierto de estrellas,
levantaron con sus propias manos el primer portal de Belén. Colocaron un pesebre de
madera, lleno de heno fresco. A un lado, un buey; al otro, una mula. En el centro, una figura
vacía, esperando el milagro.
Llegó por fin la Nochebuena de 1223. Desde el pueblo subía una procesión de antorchas.
Los cantos llenaban el aire, y las montañas parecían repetirlos en eco. Hombres y mujeres
caminaban con el corazón encendido por la emoción. Cuando todos llegaron a la cueva, el
fuego de las antorchas iluminó aquel sencillo pesebre. Francisco, de rodillas, permanecía
en silencio. El sacerdote del pueblo comenzó la misa sobre una piedra, mientras el coro de
frailes entonaba un canto que hablaba de paz y esperanza.
Y al momento de la homilía, Francisco se levantó. Su voz era suave, pero cada palabra
parecía fuego.
—Hermanos —dijo, mirad la humildad de Dios. Él, que hizo el cielo y la tierra, quiso venir
al mundo no como un rey, sino como un niño pobre. No nació entre palacios, sino entre
animales. No tuvo mantos, sino paja. Y todo esto lo hizo por amor.
Mientras hablaba, las lágrimas corrían por sus mejillas. Nadie se atrevía a moverse. El
viento se detuvo. Hasta los animales guardaron silencio.
Entonces ocurrió algo que los presentes nunca olvidaron: el pesebre ya no estaba vacío.
Allí, sobre el heno, apareció un Niño dormido, envuelto en luz. Su rostro irradiaba ternura,
y a su lado se inclinaban María y José, serenos, como si hubiesen cobrado vida.
Francisco cayó de rodillas y alzó los brazos temblorosos.
— ¡Mi Señor y mi Dios! —exclamó con voz quebrada. ¡Has querido nacer también aquí,
entre nosotros!
Los aldeanos lloraban de emoción. Algunos afirmaron que oyeron el canto de los ángeles
en lo alto de la montaña. Otros juraron haber sentido el calor de aquel Niño en su pecho.
Cuando la misa terminó, Francisco se acercó al pesebre y tomó en sus brazos al pequeño.
El rostro del santo se iluminó como el amanecer. Desde entonces, cuentan que jamás
volvió a ser el mismo: su corazón se llenó de una alegría pura, como si hubiera sostenido
en sus manos el amor mismo de Dios.
Aquella noche, el pequeño pueblo de Greccio se convirtió en el primer Belén del mundo. Y
desde entonces, en cada rincón de la tierra, las familias levantan su nacimiento, colocando
figuras de barro, madera o papel, repitiendo el gesto de San Francisco. Cada vez que una
madre coloca al Niño Jesús sobre la paja, o un niño enciende una vela frente al portal, el
milagro de Greccio vuelve a nacer. Porque no importa el lugar ni el tiempo: mientras haya
corazones sencillos que esperen en silencio la llegada del Amor, Dios seguirá naciendo cada
Navidad.
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