Diciembre 25 - Flipbook - Page 30
Revista cultural año 2025
finísimos hilos de tierra que trenzaban la vida social de sus gentes y se perdían por encima
del horizonte, por donde el cielo tocaba la tierra. Mientras, en lo alto, las nubes que habían
pasado la noche abrazadas a las alamedas se desperezaban con parsimonia bajo el tímido
sol, buscando la altura para flotar sobre tanta inmensidad.
La vida en aquel valle, sin embargo, se movía a ras de esas mismas sendas, al ritmo pautado
de la necesidad y el esfuerzo. No todas las mañanas eran tan plácidas como aquella vista
sugería, y mucho menos en el frío corazón de diciembre.
La gélida mañana y la carga de agua
La fría mañana del 23 de diciembre de 1967, el viejo mulo Lucero escalaba con obstinada
lentitud la senda angosta, mil veces hollada, portando sobre su lomo una carga esencial:
el agua. Su aliento salía en resoplidos profundos, como un vaporoso velo blanco que
empañaba el aire y le robaba fugazmente la línea del horizonte. Mi tío Miguel y mi primo
Pepe habían llenado las cántaras de arcilla en la fuente que manaba con fuerza bajo el gran
nogal, en lo más profundo de la honda vaguada. Pepe, a horcajadas sobre Lucero, me
sostenía con una mano en el pecho mientras con la otra guiaba las riendas, animando al
mulo con la voz y golpeándolo suavemente con el talón para que apresurara el paso.
Los seis cántaros de barro cocido se posaban con holgura en los huecos de las aguaderas
de hierro. Danzaban al ritmo acompasado de cada paso del animal, hilando un melancólico
soniquete. El plácido chapoteo interno del agua se mezclaba con el tintineo metálico y
cerámico de los recipientes en el armazón, apenas roto por el trino agudo de algún
petirrojo furtivo o el canto dulce del zorzal entre la serena frialdad de los olivos. Todo este
ajetreo se expandía y rebotaba por la silenciosa y solitaria vaguada, llenando de vida el aire
fresco de la mañana.
Me lo había ofrecido el día anterior. Desde que salió el sol, yo había vigilado cada
movimiento de mi primo
Pepe para que no se
escapara de su promesa,
como tantas otras veces. La
ceremonia de vestir al
animal me fascinaba: sacar a
Lucero de la cuadra con su
jáquima ya puesta, colocarle
el aparejo, ceñirlo con la
tensión precisa y, después,
acomodar y ajustar las
aguaderas hasta reducir el
cabeceo antes de la carga
final. Pero lo sublime era, sin
duda, trepar a su lomo y
contemplar el mundo desde
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