Diciembre 25 - Flipbook - Page 32
Revista cultural año 2025
corriendo de aquí para allá, yendo y viniendo. Yo estaba muy entretenido, pero, la verdad,
no comprendía nada.
—¡Rafalín! ¿Qué les pasa? —pregunté. —La Navidad, Angelín, la Navidad... —me
respondió el menor de mis primos.
Me encogí de hombros y seguí observando cómo desplumaban a las aves con una destreza
asombrosa, y también cómo descargaban los cántaros de agua. Mi primo Miguelín, el
mellizo de Pepe, le dio la vuelta al mulo y, con seis cántaros vacíos, se dirigió a la salida en
busca de otro cargamento. Mi tío Miguel lo esperaba allí para ayudarle. Miguelín me lanzó
una mirada cómplice, pero mi madre, que estaba muy atenta, en cuanto vio cómo me
disponía a participar del nuevo viaje, gritó contundente a la vez que fijaba en mí sus dulces
ojos: —¡Noooo! ¡Con una vez tienes bastante hoy! Y métete adentro para la chimenea,
¡que vas a coger frío como el año pasado!.
El tesoro de las cajas de dulces
Esa misma tarde, mi tía y mi madre charlaban mientras despiezaban las pavas y el pollo al
lado de la chimenea. Sus rostros serios revelaban la importancia de su conversación.
Escuché a mi madre decirle a mi tía: —La decisión ya está tomada, Carmela, será para esta
primavera—. Como no entendí a qué se refería, no les presté mucha atención. Prefería
entretenerme con la lumbre: soplaba con la toba o cogía ramitas sueltas con las tenazas y
las metía en el fuego, todo bajo la mirada de fiscal de mi madre.
La enorme chimenea abarcaba todo el ancho de aquel salón-cocina. Arriba, en el tiro de la
campana, colgaban en cinco varas de madera las morcillas de sangre de la última matanza,
sudando y ahumándose. Fuera, a lo largo de la cocina, justo encima de nuestras cabezas,
también colgaban chorizos, salchichones, morcillas de sesos y algún jamón. Esos días, el
fuego ardía sin cesar y una olla sobre las trébedes proporcionaba agua caliente para
cualquier necesidad.
Pero me aburría. Ni mi hermano ni mis primos habían querido llevarme a quitar las
trampas, alegando que era demasiado pequeño y que me quedaría pinchado en el barro
como otras veces. Para mí, esa era una excusa torpe: con diez y doce años, ellos ya se
creían mayores y yo solo era un renacuajo que no encajaba con ellos. Aun refunfuñando
por la prohibición, me sobresalté al oír fuera los perros ladrando con fuerza. Al poco rato,
los cascos de un mulo sonaron contra el empedrado del patio, acompañados de risas y
voces. La curiosidad me hizo dar un salto de la silla baja de enea y me fui hacia la puerta.
Allí estaban mi tío Miguel y mi padre, pero también mi hermano y mis primos, pues se
habían encontrado en el camino de vuelta del Ventorrillo de Las Lagunillas. Venían
andando con el mulo, que traía cargados dos sacos de pan y varias cajas más que no
reconocía. Mi padre me miró y me preguntó si me había portado bien, a lo que yo asentí.
Luego puso su mano encallecida encima de mi cabeza y sonrió: —Muy bien, Angelín, así
me gusta.
32