Diciembre 25 - Flipbook - Page 34
Revista cultural año 2025
dieron un paso atrás. Al querer romper el cerco a la caja, me di cuenta de que era
imposible, así que me agarré a las camisas de mis primos y de mi hermano y tiré con fuerza
hacia abajo mientras protestaba, pero nadie quería ceder terreno. Tuvo que ser mi tía
quien se puso seria: —¡¡¡Cheee!!! ¡¡¡Dejadle un sitio al chiquitín, por Dios, ¿no veis que no
ve?!!!
Rafalín me cogió del hombro y me puso por delante de él. Mi tío se dio cuenta de que no
llegaba en altura, acercó media cuartilla de las de medir el grano para que me subiera en
ella y exclamó: —Ahora sí que sí.
—Bueno, ya estamos todos. Puedes abrirla, niña, a ver si los cinco kilos de dulces llegan a
Reyes —dijo mi padre riendo.
Mi madre rompió el primer envoltorio de papel con las tijeras y dejó ver la caja, envuelta
en papel transparente de celofán amarillo. Ya se adivinaban, a través de él, los primeros
dibujos y colores de Navidad. Los cinco chiquillos seguíamos expectantes, observando
todas las maniobras de apertura. Entretanto, los mayores nos observaban a nosotros,
llenos de asombro y complicidad. La punta de las tijeras rompió el celofán, dejándola lista
para abrir. El grupo de los cinco se recolocó impaciente para no perder detalle. —¡¡¡Vamos,
tita, ábrela ya!!!— dijo, exasperado, uno de mis primos.
Al fin, mi madre levantó la tapa de la caja muy lentamente, dándole un poco más de
tensión a las emociones contenidas. La tapa cayó hacia atrás, descubriendo el tesoro que
albergaba. Un olor, un perfume a almendras tostadas, ajonjolí, canela, anís y una infinidad
de especias que no reconocía, entró por mi nariz, haciéndome cerrar los ojos. La
contratapa era la estampa de un cielo estrellado con un pequeño pueblo lleno de lucecitas.
Un gran cometa guiaba a pastores y rebaños hacia el más humilde de los aposentos, un
establo iluminado desde el cielo. Las siluetas de tres reyes se acercaban en camellos desde
las montañas.
Dentro de la caja, los dulces estaban ordenados como en formación. Encima de ellos, dos
minibotellitas de anís, una bolsa de peladillas y otra de garrapiñadas. Y, sobre todo, un
almanaque de 1968 con la imagen de un Belén de cerámica con una vela ardiendo. Los
roscos de vino, polvorones, mantecados y alfajores componían el resto de la caja. Aquel
conjunto, en mi inocencia, era pura magia.
Nos habíamos quedado aturdidos y estáticos. Solo la voz de mi madre nos despertó del
hechizo: —¡¡¡Pero bueno, vamos, coged uno ya!!!
Nadie se atrevía a dar el primer paso, a ser el primero que rompiera aquella armonía de
olor y perfección que nos seguía manteniendo con la boca y los ojos muy abiertos. Mi
padre cogió un polvorón mientras lo observábamos. Lo puso en la palma de su mano y
después la cerró fuertemente. Cuando la abrió, el polvorón había perdido su redondez.
Deslió el fino papel sin tirarlo y me ofreció su interior a mí antes que a nadie. Al introducirlo
en mi boca, saboreé antes su aroma que su sabor... ¡Pufff! Estaba riquísimo.
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