Noviembre - Flipbook - Page 22
Revista cultural año 2025
La Plaza de Abastos estalló en mil pedazos. La onda expansiva levantó frutas, panes,
tablones y cuerpos en un torbellino de polvo y sangre. María sintió un golpe seco en el
pecho y, por instinto, cubrió a Rosario con su cuerpo. Todo se volvió humo, gritos y
oscuridad.
Antonio, jornalero, fue lanzado contra una pared. Cuando abrió los ojos, vio a varios
compañeros inmóviles en el suelo, con la mirada perdida. El olor a pólvora quemaba la
garganta.
En la Villa, Carmen soltó su muñeca cuando un muro se desplomó a pocos metros. Su
abuela intentó alcanzarla, pero los cascotes la detuvieron. El grito de la niña se perdió entre
explosiones.
La tercera bomba cayó en el parvulario de las Escolapias. Por un azar del destino, todavía
estaba cerrado. La Madre Superiora, cubierta de polvo, comprendió el milagro: de haber
sido unos minutos más tarde, decenas de niñas habrían muerto entre pupitres
destrozados.
Fueron apenas dos minutos, pero a la ciudad le parecieron horas. Cuando el último avión
desapareció hacia el horizonte, Cabra ya no era la misma.
El estruendo dio paso a un silencio sobrecogedor, roto por alaridos y llantos. El humo
cubría las plazas como una neblina irreal. El aire olía a hierro candente y a ceniza.
María, herida en el rostro, buscaba desesperada a su hija entre los escombros. Encontró
su zapatito, cubierto de polvo. Gritó su nombre una y otra vez, sin respuesta.
Antonio trataba de levantar a un compañero. «Aguanta, que te saco de aquí», repetía,
aunque sabía que la vida se le escapaba entre las manos.
La Madre Superiora, de rodillas en el patio cubierta de cascotes, rezaba entre lágrimas.
Había salvado a las niñas, pero no podía apartar de su mente el clamor de la ciudad herida.
En la Huerta de la Pollina, una familia entera, los Guardeño Guardeño, quedó sepultada
bajo una bomba que los borró del mapa en un instante. Seis vidas apagadas en silencio,
como si nunca hubieran existido.
El balance fue insoportable: 109 muertos, más de 300 heridos. Decenas de casas
destruidas. Familias enteras desaparecidas. El dolor se extendió por todas las calles, como
una sombra imposible de disipar.
Cabra no era frente de guerra. No había cuarteles ni tropas extranjeras, solo vecinos que
habían salido al mercado, niños que jugaban en las calles, jornaleros que esperaban un
jornal. Nadie entendía por qué el cielo se había abierto sobre ellos con tanta furia.
Con el paso de las horas, los egabrenses improvisaron ataúdes. Cargaron cuerpos en
carros, cubiertos con mantas, mientras las campanas doblaban sin descanso. El llanto de
madres, el lamento de esposas, el silencio de los huérfanos quedó grabado para siempre
en la memoria de la ciudad.
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